sábado, 10 de noviembre de 2007

Visitando a Mamá

Después de una larga caminata desde la entrada del panteón, los tres hermano llegaron un poco fatigados por el peso de los morrales pero por fin estaban ante la lápida de su madre que decía en letras negras: “Sra. Jacinta Peña Flores, 1927-1995”. – ¡Ya llegamos mamacita! – dijo Margarita, mientras soltaba sus sacos y los ponía sobre el pasto.

Sin cambio de ropa, sólo con un morral de tela cada uno, y catorce horas de camino en autobús, Guillermo, Antonia y Margarita llegaron por la madrugada a la central camionera de Guadalajara justo el Día de Muertos. De Veracruz a Guadalajara fue la ruta de los viajeros.

A la misma hora que el sol aparecía en el horizonte, Margarita de 62 años, Antonia de 60 y Guillermo de 57, entraron al jardín funerario “Recinto de la Paz”, para visitar los restos de su madre fallecida hace 12 años.

A través de las blancas rendijas que cercan el panteón se veía a las decenas de familias aglomeradas en el cruce de la avenida Aviación y General Ramón Corona, esperando que el semáforo prendiera la luz roja y les permitiera transitar hasta el otro lado de la acera.

En la puerta principal, un par de jóvenes con uniforme negro recibían a los peregrinos con un mapa del lugar, para ubicar cada una de las secciones o jardines que tienen distintos nombres como: “La Piedad”, “La Reflexión”, “El recuerdo” y “La Paz”, en este último descansan los restos de la madre de los viajeros.

Margarita, Antonia y Guillermo llevaron en sus morrales: ofrendas, flores, mantas, papel de diferentes colores y unas cuantas cajas de zapatos vacías amarradas con un lazo para “levantar el altar”, como se dice en el Puerto de Veracruz.

En su caminar, Guillermo se detuvo ayudar a una joven mujer que bajaba del auto a su abuelo. El señor tenía un rostro en el que se reflejaban sus más de ocho décadas, llevaba los ojos llorosos y apretaba con su mano izquierda un pañuelo blanco a cuadros. “¡Muchas gracias! ¡Qué Dios lo colme de bendiciones! Venimos cada domingo a visitar a Carlota, mi esposa, que se nos adelantó al cielo. Tan dulce ella. Pero estos días venimos para hacerle su altarcito” dijo el señor mientras se secaba con su pañuelo una lágrima que rodó por su mejilla.

Los tres hijos de Doña Jacinta se hincaron alrededor de la tumba, se persignaron y cada uno pasó suavemente sus dedos sobre el blanco mármol, haciendo la forma de la Santa Cruz.
“Ándale Guillermo, ve desamarrando las cajitas y sacando las cosas con cuidado, mientras Mago (Margarita) y yo le limpiamos aquí “dijo Antonia.

Margarita, con un trapo comenzó a sacudir la piedra para quitar la tierra y algunas hojas secas. Acercó su bolso y sacó un pequeño frasco lleno con “agua bendita”, y la roció sobre el sepulcro al mismo tiempo que entre dientes decía una oración.

Mientras tanto, Antonia y Guillermo acomodaron las cajas formando un escalonado y empezaron a cubrirlas con papel de china. Primero colocaron los pliegos de color negro, con algunos dobleces especiales haciendo ondas colgantes en las orillas. Luego, con recortes más pequeños color naranja, doblados en triángulos y los acomodaron sobre los pequeños escalones empapelados.

De uno de los sacos, Guillermo sacó un portarretratos de madera, color verde pistache con la foto de su mamá en blanco y negro. Él jaló la manga de su camisa y limpió el vidrio antes de montarla en la parte más alta del altar.

“Qué tus ojitos jamás se hubieran cerrado nunca, y estar mirándolos…” tarareaba Antonia, al son que los mariachis tocaban para otro difunto a unos metros de donde estaba ella. Mientras tanto, ella separaba los manojos de flor de cempasúchil; con la mitad hizo frondosos ramilletes que acomodó en dos cántaros de barro y deshojó la otra parte, para hacer con los pétalos una cruz amarilla al pie de la lápida.

El gancho y la aguja fueron piezas claves en el altar de la madre de Guillermo y Margarita. Así como había el típico papel picado y calaveritas de azucar, sus hijos colocaron diferentes ofrendas, imágenes de santos, un antiguo reboso negro con rayas de colores, y una diminuta cacerola de cobre que simbolizaba el gusto de su madre por la comida. Por último, agregaron un trozo de pan de muerto que trajeron desde Veracruz, una botellita de tequila y encendieron doce veladoras, honrando cada año desde su partida al descanso eterno.

Era medio día cuando el solemne altar ya estaba completo. De Veracruz a Guadalajara, la tradición viajó cientos de kilómetros con estos tres apegados hermanos jarochos. Del caluroso puerto a la ciudad del mariachi, Guillermo, Antonia y Margarita no olvidaron a su madre; dijeron estar dispuestos a seguir recorriendo el largo trayecto cada año hasta que su salud se los permita.